Una de las consecuencias del fenómeno de la globalización es la mayor interconexión entre las distintas comunidades políticas del planeta. Las comunicaciones han facilitado una mayor sensación de cercanía entre los ciudadanos de todo el mundo, creando una especie de conciencia cosmopolita que favorece la internacionalización de la sociedad. Ha comenzado a aparecer una especie de “opinión pública mundial” que, vista desde un prisma optimista, podría tener consecuencias positivas en el futuro (la mayor parte de la información accesible a través de Internet es de origen occidental, lo cual bien podría llevar a que, conforme los países en vías de desarrollo se incorporan progresivamente a la red, se fuese produciendo una cierta “liberalización” de sociedades que hoy no lo son).
Pero la mayor proximidad de las distintas culturas también ha creado nuevas amenazas para el sistema político-social occidental (entendiendo como tal al tipo de sociedad secularizada, liberal-democrática y, en general, garante de los derechos humanos). La facilidad con la que tienen lugar los fenómenos migratorios desde las naciones pobres hacia el Primer Mundo provoca que grandes masas de población de origen externo a la comunidad política (y por tanto con una cultura diferente) convivan con los oriundos. No hace falta ser especialmente observador para darse cuenta de que las diferencias culturales, por muy enriquecedoras que puedan ser, suelen provocar conflictos sociales de corte identitario. Dworkin afirma que cuando el abismo que separa a los grupos sociales es tan profundo como para impedir cualquier clase de debate social, la convivencia se hace imposible y el sistema se tambalea. La democracia es un sistema de gobierno estable y con bastantes recursos para defenderse de sus enemigos, pero no funciona bien cuando se trata de tomar decisiones que afecten a su propia esencia. Si los grupos que conforman la sociedad no se ponen de acuerdo en la base ético-constitucional del sistema político, si no hay un mínimo cultural común, el conflicto es difícilmente evitable.
Sin embargo, la necesidad de una base ética (y cultural) común no impide que la democracia sea un régimen plural, en el que se garantizan una serie de derechos fundamentales que otorgan al individuo un amplio grado de control sobre las decisiones vitales principales que puede tomar una persona, y que por tanto convierten al sistema democrático en irremisiblemente abierto hacia el multiculturalismo. Y he aquí una de las mayores contradicciones de este régimen político: lo que hace que la democracia liberal sea tal, es precisamente lo que puede llegar a hacerla inestable.
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